El retrato veneciano
TIZIANO VECELLIO
Hombre de manga azul, hacia 1510.
Londres, National Gallery.
Venecia, esa ciudad que no necesitaba murallas para defenderse debido a su situación geográfica; la ciudad Mediterránea intermediaria y cosmopolita, entre Oriente y Occidente, tan bizantina como europea; aquella ciudad a la que llegaban desde ultramar las materias primas para fabricar los colores; la Serenísima República que contó con una élite humanista emprendedora y entusiasta. Esa ciudad en la que cobró fama un pintor al que se le consideró el «nuevo Apeles», que no sólo fue pintor del Emperador de Occidente; sino que también se le atribuyen trabajos encargados por el sultán de aquel otro gran imperio, el otomano, que en 1453 le quitó a Constantinopla su nombre para llamarla Estambul; la ciudad en la que siglos después nacería un escritor llamado Orhan Pamuk (1952), tan lejano y tan cercano a Venecia.
En su novela Me llamo Rojo, Pamuk narra la historia de un taller de miniaturistas en la Estambul de finales del siglo XVI. En ella nos presenta un debate formal y existencial alrededor del tema de la pintura, confrontada entre dos tradiciones pictóricas muy distintas: la cuasi anicónica y conceptual turca, frente a la realista veneciana. En el fragmento de Pamuk, uno de los personajes hace una «crítica» al furor occidental por el retrato:
Toda Venecia. Los que tenían dinero y poder ordenaban sus retratos para que fueran testigos y recuerdos de sus vidas como símbolos de sus fortunas, su poder y su fuerza. Para que estuvieran siempre ahí, frente a nosotros, para proclamar su existencia y sugerir que eran distintos y únicos (Pamuk, en Urquízar Herrera y Cámara Muñoz 2022, 380).
Y en efecto así era, en el siglo XVI ya estaba bien afianzado el culto hacia la individualidad y la función atribuida a los retratos, como objetos para la memoria y como símbolos de estatus social y poder político. No hay más que mirar un poco para constatar la cantidad de retratos que se realizaron durante el Renacimiento —no sólo en Venecia—, ya que la costumbre cortesana exigía que todo noble tuviera su retrato, y que de preferencia fuera realizado por un gran pintor. Destacan los numerosos retratos que Tiziano pintó para la élite veneciana, para las cortes italianas de Ferrara, Mantua y Urbino, para el Papa Paulo III, o los que hiciera para el Emperador Carlos V y Felipe II.
PAOLO VERONÉS
Retrato de una mujer con perro, hacia 1560-1570.
Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza.
TINTORETTO
Lorenzo Soranzo, 1553.
Viena, Kunsthistorisches Museum.
También hay que mencionar los retratos de las «Bellas», esas mujeres que no sabemos quiénes eran ni por qué razón fueron pintadas, como la Laura de Giorgione (1506, Viena, Kunsthistorisches Museum), o los retratos de Palma el Viejo y Tiziano Vecellio, entre otros.
Al personaje de Pamuk, también le sorprende «la fiebre» de hacerse pintar retratos por cualquier motivo, incluso en las pinturas sacras, cosa impensable en el universo otomano. La tradición occidental de incluir retratos en las escenas Bíblicas o junto a la Virgen y los Santos venía de lejos. Fue en la Baja Edad Media cuando en Occidente se empezaron a incluir retratos de los donantes en las obras religiosas. En el siglo XV esto comenzaba a ser algo más o menos «normal», como podemos constatar en la Virgen del Canciller Rolin de Jan van Eyck (1435, París, Museo del Louvre) o La Sacra Conversación de Piero della Francesca (1462, Milán, Pinacoteca de Brera).
Por su parte, la Venecia del siglo XVI no escaparía a esta tradición; como ejemplos hay muchos retratos de este tipo de los que podemos citar la pala Pesaro (1519-1516, Venecia, Basílica de Santa María dei Frari), realizada por Tiziano para la capilla de la familia, y en la que aparece Jacopo Pesaro, comitente del cuadro; o los retratos de personajes de la vida política y cultural veneciana, junto a los santos y personajes evangélicos de las Bodas de Caná (1564, París, Museo del Louvre), un enorme telero pintado por Paolo Veronés para el Convento de San Giorgio Maggiore.
PAOLO VERONÉS
Bodas de Caná, 1564.
París, Museo del Louvre.
Tampoco se pueden dejar de mencionar lo autorretratos que los propios artistas se hacían, o que incluían en las obras que les encargaban, como el del propio Veronés en la Bodas de Caná ya citada, o los que se hizo Tiziano en cuadros como La Gloria (1551-1554, Madrid, Museo del Prado), pintada para Carlos V.
Para terminar, solo queda decir que la corte otomana también sucumbió a esta tradición realista del retrato veneciano. Muestra de ello son los retratos del Sultán Mehmet II de Giovanni Bellini (1480, Londres, National Gallery), o los de Solimán (hacia 1530, Viena, Kunsthistorisches Museum) y la Sultana Rossa presentada como una «Bella» (hacia 1550, Sarasota, Florida, John and Mable Ringling Museum of Art), atribuidos al taller o a seguidores de Tiziano. §
Sultana Rossa, hacia 1550, atribuido al taller o a seguidor de Tiziano.
© María Artigas, 2023.
Bibliografía
ARROYO, S. (2022). La pintura veneciana en el debate artístico del siglo XVI. URQUÍZAR HERRERA, A. y CÁMARA MUÑOZ, A. (cords.). El modelo veneciano en la pintura occidental. 2ª. edición, pp. 209-238. Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces.
MUÑOZ BRENES, T. (2022). La dicotomía estética entre Oriente y Occidente en la novela Me llamo Rojo de Orhan Pamuk. Tropelías. Revista de Literatura Comparada, 38. pp. 356-373.
PAMUK, O. (2022). Me llamo rojo. 6a. edición, 2015. Barcelona, Debolsillo.
URQUÍZAR HERRERA, A. y CÁMARA MUÑOZ, A. (cords.). (2022). El modelo veneciano en la pintura occidental. 2ª. edición. Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces.
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