El Renacimiento fue un periodo próspero para el arte, debido a las circunstancias políticas, económicas y sociales en que se hallaba Europa, principalmente Italia. Las guerras territoriales, el desarrollo del comercio y el acceso de mercaderes, banqueros y condottieros a los círculos del poder, generaron una nueva clase social que, además de los monarcas y la Iglesia, empezó a encargar obras de arte con las que creó un nuevo lenguaje visual para legitimar su posición.
La recuperación de la Antigüedad y el naturalismo, que comenzó a despuntar en el Trecento italiano de la mano de Giotto o de los Pisano en el terreno plástico, o de Dante, Boccaccio y Petrarca en el literario, cristalizó en el Quattrocento por parte de una aristocracia rica e ilustrada, que marcó una independencia intelectual con respecto al saber que se había desarrollado hasta entonces en los monasterios y las universidades.
Las ideas y el arte empezaron a desacralizarse y el hombre se constituyó en el epicentro del mundo sensible. Se tomó conciencia —a merced del descubrimiento del «Nuevo Mundo», del desarrollo de la ciencia, los avances técnicos, la recuperación y traducción de textos antiguos, así como el descubrimiento y coleccionismo de obras materiales de la Antigüedad clásica—, de que todo lo que se sabía hasta ese entonces no era todo lo que existía.